martes, 9 de septiembre de 2008

Independencia de clase


La experiencia de sucesivos gobiernos burgueses daba la razón a estas tesis. Después de los años de vacas gordas que hubo durante la Segunda Guerra Mundial y algo después, el precio del cobre empezó a caer nuevamente, provocando una crisis en la economía nacional. El nivel de empleo en la industria chilena en 1949 quedó por debajo del nivel de 1947. La inflación siguió aumentando y los capitalistas chilenos amasaron fortunas especulando con la divisa nacional. El 75% de la tierra cultivable permanecía en manos del 5% de la población y el capital estadounidense aumentó su influencia en la industria nacional.


Mientras tanto, se logra la reunificación del movimiento sindical, dividido desde 1946, con la creación de la Central Única de Trabajadores (CUT) en 1953, que en su declaración de principios proclama como meta principal la organización de todos los trabajadores del campo y de la ciudad "para luchar contra la explotación del hombre por el hombre, hasta llegar al socialismo íntegro".

En los años 50, los socialistas chilenos llegan a la siguiente conclusión, sobre la base de toda su experiencia anterior:


"Esta situación se disputa en torno a las posibilidades de colaboración con gobiernos no representantes de los trabajadores, caracterizando esto a la trayectoria histórica del socialismo, hasta que, enfrentado a su pobre porvenir ideológico, decide rebuscar en sus principios una política que le trace una perspectiva de independencia ideológica, de clase, y que fundamentalmente representa a los trabajadores. Es así como aparece en Agosto de 1956 la nombrada tesis del Frente de los Trabajadores, cuya fundamental y primera lección es que la burguesía no es en nuestros países una clase revolucionaria. Lo son, en cambio, los trabajadores industriales y mineros, los campesinos, la pequeña burguesía intelectual, los artesanos y operarios independientes, todos los sectores de la población cuyos intereses chocan con el orden establecido. Y en este conjunto cada vez juega un papel más determinante la clase obrera. Por su organización, su experiencia sindical y política, su sentido de clase, es el núcleo más resuelto de la lucha social". (45 aniversario del PSCh, p.9, el subrayado es nuestro).


El mismo documento afirma:

"Muchos detalles objetivos están por alcanzarse y deben constituir, por tanto, metas vitales para Chile, pero negamos que nuestra incipiente y anémica burguesía tenga independencia y capacidad para conquistarlos. Es aquí una clase tributaria del imperialismo, profundamente ligada a los terratenientes, usufructuaria ilegítima de privilegios económicos que ya carecen de toda justificación. Concluimos, entonces, que únicamente las clases explotadas, los trabajadores manuales e intelectuales, pueden asumir esa misión en términos de conformar una sociedad nueva, sostenida por una estructura productiva, moderna y progresista".


Asimismo se explica que "la tarea de nuestra generación no consiste en realizar la última etapa de las transformaciones democrático-burguesas, sino dar el primer paso en la revolución socialista". En realidad, las tareas fundamentales de la revolución democrático-burguesa en Chile sólo pueden ser llevadas a cabo mediante la toma del poder de la clase trabajadora, a la cabeza de las masas de campesinos pobres y demás sectores oprimidos de la sociedad. Pero un gobierno obrero en Chile no podría limitarse a las tareas democrático-burguesas, dado que éstas supondrían un ataque contra el sistema capitalista y conducirían de forma ininterrumpida a la transformación socialista de la sociedad.


En las elecciones presidenciales de 1958, Salvador Allende, candidato común del PSCh y el PCCh bajo las siglas FRAP (Frente de Acción Popular), obtuvo 356.000 votos, a sólo 30.000 del candidato burgués, Alessandri. El gobierno de derechas llevó a cabo un programa de austeridad, que pesaba sobre las espaldas de la clase obrera. La respuesta fue una ola de huelgas contra la represión gubernamental.


Desgraciadamente, en el FRAP se ve nuevamente la tendencia de los dirigentes socialistas a claudicar ante las presiones del PCCh. En el programa común se nota un cambio fundamental con respecto al programa del Partido Socialista. Como dice el documento 45 aniversario del PSCh:


"Nuevamente es difícil identificar los principios del socialismo implementados [aplicados] en la trayectoria del FRAP, incluidos en ella que ya es una nebulosa de principios y en la que es imposible reconocer los del partido (...) 20 años más tarde tenemos una política correcta nacional e internacional, una identificación social adecuada: el Frente de Trabajadores, que es absolutamente consecuente con nuestros principios, pero nos hemos desgastado en el camino compartido; en el que cada alianza nos ha ido ablandando y haciéndonos claudicar y por tercera vez volvemos a decidir erróneamente, volvemos a pactar olvidándonos de la clase trabajadora, de la lucha de clases, de que la burguesía no es revolucionaria y aunque está escrito en nuestros principios, en nuestros informes a los Congresos, en las polémicas interpartidarias, volvemos a establecer una santa alianza que contradice los postulados básicos de nuestro partido y del Frente de los Trabajadores. Nace así una nueva coalición, la posibilidad de la unidad popular".


Otra vez más, los dirigentes del partido "comunista" insisten en sus tesis del carácter democrático-burgués de la revolución chilena y la necesidad de buscar pactos y alianzas con los llamados partidos burgueses "progresistas".

Y, de nuevo, los dirigentes socialistas no supieron resistir las presiones. Aunque evidentemente sus intenciones eran buenas (mantener como fuera la unidad de las fuerzas principales de la clase obrera chilena), los dirigentes del PSCh pagaron un precio demasiado alto, cuyos resultados sólo quedaron en evidencia con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.

Lo que está claro es que para dirigir a la clase obrera hacia la toma del poder no es suficiente tener unos principios ideológicos más o menos correctos. Por supuesto, sin ideas claras, sin un programa revolucionario, sin principios marxistas y sin perspectivas correctas, nunca será posible construir el partido revolucionario ni hacer la revolución socialista. Pero también hace falta una dirección revolucionaria, una dirección bolchevique, que no vacile en los momentos decisivos, que no pierda de vista el objetivo principal de la revolución y que, bajo la apariencia de "acuerdos tácticos" o la "unidad", no haga concesiones en cuestiones de principios. Lenin, en este aspecto, siempre se mostraba totalmente intransigente. Más de una vez se le acusó de "sectarismo" y "dogmatismo" por negarse a entrar en acuerdos de principios, y no sólo con los burgueses (esto se da por supuesto), sino también con otros partidos obreros. El ejemplo más claro es la actitud que adoptó en 1917 hacia los mencheviques, que precisamente lo acusaban de "sectarismo" y de "romper la unidad del campo revolucionario". Tales acusaciones nunca deben asustar a una dirección revolucionaria. Lenin comprendía perfectamente la necesidad de pactos y acuerdos temporales con otros partidos obreros. Pero la consigna de Lenin era siempre: "marchar separados, golpear juntos". Nunca confundir los distintos programas y las distintas banderas de los partidos obreros cuando éstos se ponen de acuerdo sobre alguna acción concreta. La tragedia del socialismo chileno durante toda su historia ha sido que, después de sacar una serie de conclusiones correctas de la experiencia de lucha, sus dirigentes siempre claudicaron en cuestiones fundamentales ante las exigencias de los estalinistas, que en cada ocasión lograron dominar el frente común que unía a ambos partidos, imponiendo sus ideas, sus programas y sus criterios. Y esta receta ha conducido siempre al fracaso más absoluto de la clase obrera.


La política reaccionaria del gobierno Alessandri produjo una ola de radicalización en el país, reflejada en el movimiento huelguístico El ritmo anual de crecimiento económico oscilaba alrededor del 4,5%. Mientras que la inflación aumentó enormemente, el salario real del obrero permanecía prácticamente al mismo nivel que en 1945. El 60% de la población recibía sólo el 20% de la renta nacional. La situación en el campo era tan mala que, en las provincias agrícolas más ricas, el 7% de los terratenientes poseían más del 90% de la tierra. En general, alrededor de un 86% de toda la tierra cultivable del país estaba concentrada en un 10% aproximadamente de las entidades agrícolas. A pesar de todas las promesas de reforma agraria, las condiciones de los campesinos pobres, los "inquilinos" y los "afuerinos", seguían exactamente como antes: miseria, hambre, analfabetismo, enfermedades endémicas y alcoholismo.

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